DANIEL SEIXO PAZ. 6 de noviembre de 2024
“Creo que la gente debería luchar por lo que cree y solo por lo que cree”
Abraham Lincoln
«Podría disparar a gente en la Quinta Avenida y no perdería votos»
«Queremos un ejército fuerte y poderoso”
Donald Trump
«Mi mensaje a Irán es que no responda a Israel porque eso sería un error y estamos dispuestos a defender a Israel«
“Si alguien entra en mi casa, recibirá un disparo”
Kamal Harris
Tal y como muchos anticipábamos, los fuegos artificiales propagandísticos del Partido Demócrata no han sido suficientes para convencer a los votantes estadounidenses. En una sociedad marcada por la desigualdad, atrapada en una industria bélica que exporta muerte al mundo y apenas alienada por las luces de un consumismo cada día más inaccesible, esta vez, el desfile de estrellas de Hollywood, apoyando una candidatura cimentada en la marca de la clase media y envuelta en una parafernalia meramente identitaria, ha resultado, a todas luces, insuficiente. Con un círculo de magnates y estrategas de ultraderecha, Donald Trump sonríe triunfal, acariciando el respaldo de su «super genio» Elon Goebbels y se presenta listo para inaugurar una nueva fase de su proyecto político: la versión 2.0 del sueño americano. Trump ha vuelto.
Los sondeos durante la madrugada daban la voz de alarma: Carolina del Norte, Georgia, Pensilvania. Los bastiones cayeron y con ellos se derrumbaba el último suspiro de la «resistencia demócrata». Todo sucedía ante el estupor de unas clases acomodadas que no podían comprender cómo las estrellas del pop y las caras sonrientes de los influencers en redes sociales no habían podido torcer la furia de una clase trabajadora cansada de ver cómo sus impuestos financiaban guerras en el extranjero. ¿Qué podía ser más efectivo para Trump que recordar a los estadounidenses que el gasto de sus impuestos en conflictos exteriores —Palestina, Líbano, Ucrania, o cualquier trinchera armada por el poder global— era precisamente lo que los despoja de una verdadera política social y económica doméstica? Las políticas de la presidencia Demócrata han sido la mejor campaña electoral para el republicano.
Pero Trump no regresa solo. Su regreso triunfal no supone únicamente una rebelión de la rabia, ni la venganza de una masa de catetos e ignorantes. Su regreso supone también una victoria de clase: la del capital sobre el progresismo vaciado de contenido económico; la del discurso de la burguesía sobre el decorado identitario al que se han abocado socialdemócratas y socioliberales. Trump y sus asesores han logrado lanzar un golpe definitivo al progresismo. Inmersos en la demencia Demócrata, en la que la clase trabajadora no solo es abandonada a su suerte, sino que incluso es ignorada en los argumentarios, los Republicanos decidieron hablar de economía, trabajo y fronteras. Y lo hicieron en el mismo idioma que el de los trabajadores temerosos de su propio futuro: lo hicieron engañando al votante de clase trabajadora desde sus mismas calles. Y eso fue suficiente. En un país donde cada vez más ciudadanos están hartos de ser adoctrinados sobre cómo pensar en su identidad, a Trump le bastó con ejecutar un juego de prestidigitación, en el que un multimillonario se ha presentado como defensor de las carteras de las clases trabajadoras, frente a los oscuros intereses de las mansiones de los grandes magnates en las que el propio Trump reside. La desidia Demócrata ha puesto este juego muy barato.
La izquierda en Estados Unidos tiene una historia fascinante de abandono de sus principios más básicos y ha estado buscando el enfrentamiento en el rincón equivocado desde hace décadas. No resulta extraño que en esta ocasión el combate no haya necesitado ni llegar a los puntos. Mientras Trump y su equipo armaban sus estrategias para mantener el Senado, el Congreso y una victoria en el voto popular cercana a los cinco millones, los demócratas seguían haciendo oídos sordos a las demandas de la clase trabajadora. El partido que supuestamente debió ser un baluarte de la clase obrera estadounidense, se arrodillaba ante la estética corporativa del progresismo destinado a las clases acomodadas. Apoyando al capitalismo más desalmado en nombre de una supuesta defensa de las minorías que solo servía para teñir de diversa a la élite capitalista y aquellos que sueñan con alcanzarla. Así, ante el empuje de Trump en los estados bisagra y la conquista republicana de lugares como Ohio, Virginia Occidental y Montana, los “liberales de izquierda” miraban incrédulos la imparable debacle, como si esta fuese obra del azar.
En mitad de la incertidumbre anunciada, Trump incluso puede permitirse lograr la estabilidad de su imperio, consolidando una América homogénea y acrítica a través de un Congreso dócil. La nefasta campaña del equipo de Kamala Harris permitirá que resulte sumamente cómodo para los republicanos empujar sus reformas migratorias y fiscales con el respaldo legislativo necesario. Hoy, los estrategas republicanos pueden relamerse con una mayoría sólida en el Senado, siendo bien conscientes del poder estructural que un órgano legislativo disciplinado otorga para moldear las leyes a largo plazo. Al fascismo no se le puede combatir con progresismo capitalista. La verdadera resistencia no se viste de arcoíris y mensajes de amor en Twitter; se viste de justicia de clase, salarios justos, acceso a la vivienda, una sanidad pública universal y una firme conciencia antiimperialista que no anteponga los resultados bursátiles al sufrimiento y la sangre de los pueblos del Sur.
Trump ha logrado recuperar y sumar a su causa a gran parte del alma del capital norteamericano. El millonario naranja con esteroides y sin ética encara ahora el desesperado intento del Imperio estadounidense por no perecer ante un nuevo mundo naciente. Joseph Musk, el ícono del capitalismo contemporáneo, acude solícito a esta misión como su principal aliado “intelectual”. Se convierte de este modo en un pilar de una “realidad” alternativa que el nuevo régimen necesita para lograr imponerse. El magnate Musk, quien sabe perfectamente cómo maniobrar con el lenguaje del nacionalismo oligárquico, se perfila de este modo como la llave que podría consolidar una América punta de lanza de la nueva ofensiva fascista, que pretende sobrevivir incendiando el mundo, al tiempo que se repliega a un continente al que pretende aplastar bajo la bota del autoritarismo y la explotación más despiadada.
En este punto, la estrategia se vuelve evidente: mientras los movimientos progresistas se concentran en desviar a la clase trabajadora hacia luchas simbólicas y victorias sin materialidad alguna, la derecha ha logrado captar que los movimientos identitarios no suponen una amenaza mientras no se cuestionen los pilares materiales de la sociedad. Trump supo convocar el respaldo de millones que desconfían de un sistema que los arrastra a la absoluta pobreza y que, desesperados por este sainete de las falsas democracias burguesas, ven en él un último bastión contra un gobierno demócrata al que identifican con la destrucción de su estilo de vida. La retórica «MAGA» supone ante todo el triunfo de la desesperación y el abandono.
Trump se convierte así en el primer presidente en regresar al poder después de perder una reelección y enfrentar varias causas judiciales, un triste hito que redefine la política estadounidense y pone de relieve la incapacidad de los demócratas para convocar un frente de clase. Con el Senado en sus manos, no hay obstrucción a la vista, sus nombramientos, su plan de recortes fiscales y sus medidas de corte nativista cimentadas en una visión sumamente machista de la sociedad, parece que podrán avanzar sin los filtros legislativos que lo acorralaron en su primera presidencia. La disciplina y la organización que el capital norteamericano pone a disposición de sus representantes políticos en momentos críticos es una lección que una izquierda fragmentada ignora en su propio perjuicio. Cuando la maquinaria la burguesía demuestra estar engrasada, tan sólo la lucha obrera se muestra capaz de hacerle frente.
La victoria de los republicanos supone mucho más que un regreso a la Casa Blanca, se trata de una seria llamada de atención a una izquierda que, al renunciar a las políticas materiales, ha abdicado su rol histórico como vanguardia de la clase trabajadora. Ya no se pueden justificar las guerras imperiales ni apoyar la alienación del pueblo en nombre de valores abstractos, una mejor gestión del sistema que nos esclaviza o las efímeras promesas de un mayor consumo basado en la explotación y la rapiña de los recursos del Sur global. La verdadera revolución solo puede tener lugar cuando las masas entienden que no se trata de Trump ni de Harris, sino del capitalismo mismo y sus políticas imperiales. La lucha no es contra figuras individuales, sino contra un sistema que seguirá produciendo líderes como Trump o Biden mientras sus pilares no cambien En esta guerra, las minorías también tienen conciencia de clase y pueden, si se les convoca de manera honesta, ser un bloque sólido contra el enemigo común. Nunca nadie ha negado esto.
En lugar de buscar una reconciliación y el apoyo desesperado y desesperante de las figuras públicas que adornan las pancartas demócratas, quizá haya llegado el momento de tomar las calles y escuchar a todos esos movimientos revolucionarios a los que tradicionalmente los propios demócratas han intentado neutralizar o incluso erradicar desde los engranajes del estado burgués. El momento de acercarse de nuevo a las fábricas y escuchar a las minorías de forma honesta más allá de los elitistas departamentos universitarios estadounidenses. El Trumpismo no es invencible, pero sí lo será mientras se le combata con hashtags y se sigan abandonando los ideales de clase en favor de la gestión del capitalismo y una utopía identitaria que, por sí sola, carece de sustancia.